LA HISTORIA DE LA TRANSICIÓN. UNA PROPUESTA CRÍTICA
Quisiera
contribuir a combatir la “novela rosa” de la transición que se
nos ha estado vendiendo durante muchos años, según la cual un grupo
de personalidades políticas de ambos bandos, franquistas
arrepentidos como Suárez y líderes de la oposición como Carrillo o
Felipe González, se ocuparon de devolvernos las libertades sin que
los demás hiciéramos nada por ganarlas o merecerlas. Una de las
formas más eficaces de proceder me parece que es deconstruir el
relato, siguiéndolo desde la perspectiva de sus principales actores:
el rey, el aparato del franquismo y la izquierda, con especial
atención al PC, que era en 1975 su grupo más importante.
Pero
antes de hacerlo conviene decir algo de un factor que tuvo una
importancia capital, y que en la versión oficial resulta minimizado,
cuando fue el que finalmente determinó lo que hizo cada uno de estos
tres actores. Me refiero a la situación real del país a la muerte
de Franco. Una situación de caos económico, como consecuencia de
que los gobiernos del tardofranquismo no habían tomado las medidas
necesarias para hacer frente a los efectos de la crisis internacional
iniciada por el alza de los precios del petróleo ,
y con un clima de lucha social exacerbado en el movimiento obrero por
las perspectivas de que un cambio político podía hacer posible
conseguir mejores resultados, tanto en términos de salarios y
condiciones de trabajo como de libertades sindicales. En los tres
primeros meses de 1976, tras las elecciones sindicales de enero, que
habían dado muchos jurados y enlaces a las candidaturas democráticas
dominadas por Comisiones obreras, y en momentos en que había que
renovar unos dos mil convenios colectivos –dos tercios del total-,
hubo en España 17.731 huelgas, que implicaban 50 millones de horas
perdidas, más de tres veces las de todo el año anterior. En unas
semanas hicieron huelga el Metro de Madrid, RENFE y Correos. En
algunos casos, además, las huelgas se asociaban a reivindicaciones
políticas: en Sabadell, por ejemplo, la huelga se desencadenó el 25
de febrero como reacción contra la violencia que la policía había
usado contra una concentración de maestros, padres y estudiantes.
Fraga dijo que lo que había ocurrido allí era una ocupación de la
ciudad equivalente a la de Petrogrado en 1917. Y aún vendrían
momentos peores, a partir del 3 de marzo, cuando el desalojo de la
iglesia de San Francisco de Asís, de Vitoria, donde se habían
refugiado trabajadores en huelga de varias empresas, acabó con cinco
muertos y muchos heridos, causados por la represión policíaca, como
fruto, en parte, de la incompetencia del asesor de Fraga, Zarzalejos,
que al recibir noticias de lo que sucedía se limitó a decir: “Esto
es Vitoria. Aquí nunca pasa nada”.
Este malestar social iba a ser el factor esencial
de lo que sucedería en estos años, ya que la oposición contaba con
él para conseguir la ruptura y el franquismo era consciente de que
necesitaba desactivarlo para salvar lo que fuera posible de sus
privilegios. No se puede entender el proceso de la transición si se
limita a las negociaciones entre los dirigentes, ignorando el papel
protagonista que tiene la lucha colectiva, nacida desde abajo, desde
la calle y desde las fábricas, que está ahí presente mientras los
unos tratan de dirigirla y los otros de frenarla.
Vayamos ahora a ver cómo procede cada uno de los tres actores de
esta historia:
El
primero, y el más directamente interesado en el cambio por razones
personales era el rey. Juan Carlos había heredado un poder muy
limitado, que los dirigentes del postfranquismo hubieran querido que
fuese meramente simbólico, para lo cual pensaban mantenerle sujeto
dentro del juego de un sistema legal que condicionaba sus
posibilidades de actuación. El propio Franco ya le había advertido:
“Vuestra alteza no podrá gobernar como yo”. Condenarse a aceptar
un papel pasivo en un régimen que estaba en proceso de
descomposición, y en medio de una situación que podía acabar
desembocando en algo parecido a la “revolución de los claveles”
portuguesa, había de preocupar forzosamente a quien compartía la
doble experiencia familiar de un abuelo que hubo de abandonar el país
en 1931, al término de siete años y pico de dictadura, y una esposa
que pertenecía a una familia que había sido desalojada del poder
por los militares griegos.
Para
liberarse de estas limitaciones contó con dos golpes de suerte: el
atentado contra Carrero Blanco y el hecho de que el “Caudillo” no
sobreviviese hasta el 26 de noviembre de 1975, que era la fecha en
que había de renovarse el cargo de presidente de las cortes.
Comencemos por el primero. El rey ha sostenido
públicamente que no creía que, una vez coronado, Carrero fuese un
obstáculo serio para su política reformista: “Pienso (...)-ha
dicho- que Carrero no hubiera estado en absoluto de acuerdo con lo
que yo me proponía hacer. Pero no creo que se hubiera opuesto
abiertamente a la voluntad del rey.(...) Simplemente hubiese
dimitido”.
Esta interpretación conviene a la versión rosa de la transición,
pero no es verdad, ni el propio Juan Carlos se la cree. Es difícil
creer en semejante mansedumbre por parte de un Carrero que en los
últimos tiempos de su vida le decía a Emilio Romero que los
partidos políticos no volverían nunca, aderezándolo con
expresiones como aquella de que “es mejor morir desintegrado por
una explosión nuclear que seguir viviendo, pero formando parte de
una masa de esclavos sin Dios”.
De
cómo pensaba proceder respecto de Juan Carlos tenemos lo que le dijo
a Gabriel Cisneros en 1970: “Le advierto a usted, Cisneros, que
hemos tenido mucha suerte con este chico, porque ha salido católico,
patriota y con una lealtad hacia el Caudillo fuera de toda duda. Pero
si fuese de otro modo, tampoco habría graves motivos de preocupación
porque con las leyes que tenemos...”.
Josep Ramoneda me contó que el rey, que había acudido a Barcelona
con motivo de una exposición sobre los 75 años de la radio, al ver
unas fotografías de la muerte de Carrero le dijo en un aparte y en
tono confidencial: “Si no hubiera pasado esto, ni tú ni yo
estaríamos aquí”. Ramoneda le replicó: “Yo no, seguro, pero
usted...?”. Y Juan Carlos aclaró: “No, porque me hubiera puesto
unas condiciones tan difíciles que no hubiese podido aguantar”.
Respecto
del segundo golpe de fortuna hay que recordar que de acuerdo con las
reglas vigentes entonces la elección del jefe del gobierno, un
cargo que hasta entonces habían desempeñado tan solo el propio
Franco, Carrero y Arias, partía de una terna de nombres que el
Consejo del reino, cuyo presidente era el presidente de las cortes,
presentaba al Jefe del estado. Este escogía un nombre de la terna y
nombraba un jefe del gobierno cuyo mandato tenía una vigencia de
cinco años y que no era, por consiguiente, revocable por las cortes,
que no le habían elegido.
La
muerte de Franco salvó a Juan Carlos por seis días de lo que podía
haber sido un grave contratiempo para cualquier proyecto de
liberalización. El 26 de noviembre de 1975 vencía el período en
que Rodríguez Valcárcel, un franquista duro que no hubiera hecho
fácil la reforma, desempeñaba la presidencia de las cortes, un
cargo que, como he dicho, llevaba aparejada la presidencia del
Consejo del reino. Franco le había dicho a Valcárcel que pensaba
ratificarlo, lo cual hubiese implicado que su mandato se prolongase
otros cinco años y que en 1978, cuando venciese el período de
presidencia del gobierno de Arias Navarro, pudiese presentar una
terna integrada por franquistas duros, lo que hubiera dado un jefe de
gobierno del mismo tipo que se mantendría en el poder hasta 1983.
Parece
ser que ésta fue una de las razones de que la familia de Franco -con
su yerno el doctor Martínez Bordiu, marqués de Villaverde, al
frente- se esforzase en prolongar la vida del Caudillo con el fin de
que llegase vivo al 26 de noviembre, obligándole a sufrir
padecimientos tan crueles como innecesarios. Incluso después de que
la hija de Franco hubiese pedido a su marido que le ahorrasen al
padre más sufrimientos, que no podían servir ya para salvarle la
vida, le volvieron a operar y hasta después de muerto, a las tres y
media de la mañana del 20 de noviembre, Villaverde le hizo masajes
al corazón intentando revivirle, lo que explica que la muerte no se
anunciase hasta dos horas más tarde. No es que pensasen a estas
alturas que la sucesión en Juan Carlos era reversible, pero por lo
menos se aseguraban ocho años de tranquilidad.
Que
Franco murieses seis días antes permitió a Juan Carlos escoger a
Torcuato Fernández Miranda como presidente de las cortes, tras
forzar a Rodríguez Valcárcel, en lo que parecen haber sido
discusiones muy duras, a que no figurase en la terna para el cargo de
presidente de las cortes que había de presentarle el consejo del
reino.
Lo que Juan Carlos no podía hacer era cambiar por
su cuenta a Arias, que había sido nombrado por Franco y que, de
acuerdo con las leyes vigentes, debía permanecer todavía unos tres
años al frente del gobierno .
Librarse de Arias sólo lo consiguió con un enfrentamiento que le
llevó a éste a dimitir. Fue entonces cuando Torcuato Fernández
Miranda, que debía proporcionarle la terna para nombrar sucesor, le
pudo proponer el nombre de Adolfo Suárez.
En su reciente libro sobre la transición
Sánchez-Terán cuenta la historia de cómo el Consejo del reino
escogió la terna como si hubiese sido un proceso de selección sin
interferencias. Esta historia la conocíamos ya por las memorias de
Osorio y sabemos hasta qué punto se debió a la habilidad de
Torcuato que Suárez figurase, como el rey le había pedido, en la
terna, con Federico Silva y Gregorio López Bravo .
Areilza, seguro de salir, lo estaba ya celebrando,
sin pensar en que la familia real lo consideraba un traidor y le
odiaba. Fraga, cuando supo el resultado, se encerró furioso en una
habitación y se negó a ponerse al teléfono cuando el rey le llamó
para ofrecerle la vicepresidencia del gobierno .
Hay
un testimonio que muestra que Juan Carlos y Suárez tenían ya
previsto el nombramiento antes de que el consejo presentase la terna.
En los fragmentos del diario de Carmen Díaz de Rivera que nos han
llegado hay esta anotación del 2 de julio de 1976, el día siguiente
a la dimisión de Arias, y un día antes de que el Consejo del reino
presentase la terna: “Juan Carlos está eufórico (...). Insisto en
que hay que hacer la reforma en serio. Es tremendamente conservador”.
A lo que añade: “Suárez está nervioso. En su euforia sólo
piensa en algunos retoques. Así no vamos a ningún sitio”.
Y ya se sabe que el testimonio de esta mujer tiene un valor especial,
como consecuencia de las íntimas relaciones que la unían a ambos
personajes.
Hablemos ahora, en segundo lugar, de los planes y la actuación del
propio franquismo.
Franquismo:
La conciencia de la necesidad del cambio estaba
presente hasta en los círculos más reaccionarios del franquismo.
Cuando se produjo la última manifestación multitudinaria del
régimen, el primero de octubre de 1975 en la Plaza de Oriente,
cuando faltaban menos de dos meses para la muerte de Franco, mientras
el Caudillo decía desde el balcón del palacio todo aquello de “una
conspiración masónica izquierdista en la clase política en
contubernio con la subversión comunista terrorista en lo social”,
un diplomático, Luis Guillermo Perinat, al que Arias iba a enviar
poco después a Londres, nos explica cómo vivió las cosas aquel
día, desde el propio palacio, muy cerca de Franco y de los
“príncipes de España”: “Me asomé a uno de los balcones del
palacio. La Plaza de Oriente, en efecto, estaba llena; de ello se
había ocupado la Organización sindical trayendo autobuses de toda
España con gente que venía encantada a pasar un par de días de
vacaciones pagadas a Madrid. En el balcón, a mi lado, estaba
Mayalde, ex-alcalde de Madrid, ex-embajador en Berlín y ex-director
general de Seguridad. También se quedó mirando la masa y pensativo
me comenta: "Esto no significa nada; lo que hay que hacer ahora
es convocar unas elecciones y ganarlas". Mayalde tenía razón
porque el régimen ya estaba muerto".
Hay que recordar quién era Mayalde: José Finat
y Escrivá de Romaní, conde de Mayalde, amigo de José Antonio y
secretario político de Serrano Suñer, fue director general de
seguridad en 1940 (como tal recibió a Himmler cuando vino de visita
a España), fue más tarde embajador en Berlín, en pleno apogeo
hitleriano, y después alcalde de Madrid, por designación personal
de Franco, de 1952 a 1965, además de procurador en cortes y
consejero nacional del Movimiento.
Hasta aquel momento no se había hecho todavía
nada, porque el propio Franco lo bloqueaba. Cuando se habla del
“espíritu” de febrero de Arias y el intento de crear
asociaciones políticas, hay que recordar que su derrota se produjo
muy pronto, en cuanto Utrera consiguió de Franco que el tema de las
asociaciones no dependiese del gobierno, sino que fuese el Consejo
nacional del movimiento quien las regulase.
Muerto Franco había que volver a empezar. El 13
de diciembre Arias formó un nuevo gobierno, con una combinación en
que estaban, por una parte, Fraga, Areilza o Garrigues, reformistas
conservadores, con gente próxima al rey como Osorio, Martín Villa o
Suárez, y viejos franquistas duros como los militares o Solís. Cada
grupo hacía su propia guerra, sin sintonizar con Arias, que navegaba
solo y desconcertado, diciendo, por una parte, “hacemos el cambio
o nos lo hacen” ,
mientras, por otra, declaraba ante la comisión mixta
gobierno-consejo nacional: “Yo lo que
deseo es continuar el franquismo. Y mientras esté aquí o actúe en
la vida pública no seré sino un estricto continuador del franquismo
en todos sus aspectos y lucharé contra los enemigos de España que
han empezado a asomar su cabeza y son una minoría agazapada y
clandestina en el país”. Fraga y Areilza se indignaron al oír
esto y estuvieron a punto de marchar de la reunión.
Fraga tenía un complejo proyecto de reforma que
exigía la aprobación de toda una serie de leyes y desembocaba en un
sistema de dos cámaras, Congreso y Senado, con potestad legislativa
y con los mismos poderes. La gracia del sistema de Fraga era que
mantenía los cauces de participación del franquismo: familia,
sindicato y municipio. Estaba pensado para conseguir que las cortes
franquistas y el ejército lo aceptaran, ya que era una reforma para
llegar a la democracia a la manera occidental en dos etapas. En la
primera el Congreso sería elegido por el sufragio del tercio
familiar, mientras que el senado lo compondrían representantes
elegidos por las provincias, con otros de los sindicatos y otros
designados por diversas instituciones y por el rey .
Torcuato quiso boicotear el proyecto de Fraga para
proponer el suyo y la solución que encontró fue la de conseguir que
el texto que había de presentarse a las cortes lo elaborase una
comisión mixta entre el gobierno y el Consejo nacional del
movimiento, que fue la que, a propuesta de Suárez, se creó en
febrero de 1976, y que era la mejor forma de paralizar las cosas, ya
que no se podía esperar que los jerarcas del movimiento aceptasen
muchos cambios .
Todo
lo que se consiguió por este camino fue que las cortes aprobasen el
9 de junio de 1976 la nueva ley de Asociaciones políticas, que quedó
reducida a la nada cuando se negaron, en cambio, a aprobar las
modificaciones a los artículos 172 y 173 del código penal que eran
necesarias para garantizar la libertad de asociación, sin lo cual no
se podían legalizar ni los partidos ni los sindicatos.
En vista de lo cual se renunció a sacar adelante
una ley de reforma política, que se vio que era inviable, y se
propuso hacer una ley “para la reforma política”, como un mero
instrumento para seguir adelante, definiendo los mecanismos para una
discusión posterior de la reforma. También esta ley que podemos
llamar instrumental tenía que pasar por el consejo, antes de ser
aprobada por las cortes y sometida a referéndum. Porque conviene
tener claro que todo este proceso se produjo dentro de la más
estricta legalidad franquista. Como diría Suárez más adelante:
“Esa gran meta de la recuperación de la libertad implicaba también
un importante aspecto formal: la reforma tenía que hacerse a partir
de la propia legalidad vigente. Era una reforma desde la legalidad y
para cambiar la propia legalidad, pero no una convulsión a costa de
la legalidad misma. Para mí, esto era una premisa ética, puesto que
el Rey y yo mismo habíamos jurado acatar las Leyes fundamentales del
anterior régimen, que incluían un mecanismo muy concreto para su
modificación, como una imperiosa necesidad: la de asumir la realidad
española, la carga emocional del pasado y con ella toda la historia
de España, puesto que muchas instituciones difícilmente habrían
aceptado una ruptura de la legalidad que cuestionara los propios
cimientos de su presencia cotidiana en la vida española”.
Como dijo Fernández Ordóñez: “Todo el poder
legislativo está en las actuales Cortes. El aparato institucional
del Régimen, las Cortes, el Consejo Nacional del Movimiento, el
Consejo del Reino, la Organización Sindical y la Secretaría General
del Movimiento están ahí, inconmovibles, y cualquier cambio debe
hacerse desde ellos y contando con ellos. El problema básico con el
que se encuentra el Gobierno, dejando ahora el tema de lo que quiera
hacer, es precisamente el punto de partida y las reglas de juego
establecidas”.
En el consejo nacional del movimiento se le
hicieron muchas objeciones al proyecto de ley, pero el sistema de las
cortes franquistas dejaba la decisión final al jefe del gobierno, ya
que consideraba las objeciones que pudieran hacer los procuradores
como meramente consultivas, sin que fuesen vinculantes. En su última
sesión el consejo aprobó el proyecto del gobierno por 80 votos a
favor, 13 en contra y 6 abstenciones.
Torcuato, que sabía que las comisiones de las
cortes, y en especial la de Leyes Fundamentales, podían obstaculizar
la marcha de la ley, recurrió al “procedimiento de urgencia”,
que implicaba que el proyecto debía pasar directamente al pleno y
había que votarlo en bloque .
Se necesitaban dos tercios de los votos de los procuradores presentes
y se hizo todo lo posible para asegurarlos, desde ofrecer lugares en
el futuro senado o en las empresas públicas, hasta enviar una semana
antes a todo un grupo de procuradores, entre los que predominaban los
de oposición a la reforma, a un viaje en barco a Panamá y Cuba. La
ley fue aprobada por 425 votos a favor, 59 en contra y 13
abstenciones. Faltaba sólo el referéndum, que se fijó para el 15
de diciembre de 1976.
Emilio Romero ha aclarado:
“Se ha dicho, generalmente, que
aquellas Cortes del franquismo, que aprobaron la ley (…) consumaron
un harakiri. No
fue exactamente así, aunque luego resultara que lo fue, en cuanto a
los hechos”. Lo que se estaba haciendo “transmitía confianza”:
“en primer lugar el Rey, y después un Gobierno que tenía un
presidente de lealtades tradicionales al sistema, y en cuyo Gobierno
había un vicepresidente militar, y los tres Ministerios de las
Fuerzas Armadas estaban en manos de militares biográficamente
ilustres. Los ministros de aquel Gobierno se habían hecho en los
cascarones del Régimen. Al mismo tiempo la Ponencia de las Cortes
que defendía la Ley estaba constituida por Miguel Primo de Rivera,
sobrino de José Antonio; Fernando Suárez, una gran personalidad
política, y antiguo ministro; una relevante miembro del Consejo
Nacional y procedente de la Sección Femenina de la Falange, que era
Belén Landaburu, y un dirigente sindical obrero del sindicalismo
vertical, que era Manuel Zapico. Aquellas gentes de las Cortes
pensaban que la reforma hacia la democracia ofrecía las garantías y
los respaldos necesarios. Cambiaría el escenario, y el decorado,
pero no los actores y, escasamente, el texto en su parte principal.
Las incorporaciones eran deseadas, siempre que no fueran rupturistas.
Su voluntad –por
todo ello- no fue la de hacerse el harakiri,
sino que se lo
organizaron otros”.
El
referéndum se ganó y Suárez salió de él en una posición de
fuerza, mientras los partidos de la izquierda, que habían intentado
boicotear el referéndum, porque seguían soñando en la ruptura,
dejaron de actuar conjuntamente para buscar su propia salida cuando
en abril de 1977 se anunció que iba a haber unas elecciones en
junio. Mientras Suárez publicaba una serie de leyes de reforma,
consensuadas con una “comisión de los nueve” de representantes
de la oposición ,
negociaba también por separado con los diversos partidos, que se
fueron legalizando hasta que en plena Semana Santa le tocó el turno
al PC, ante la irritación de los norteamericanos y la indignación
de los militares, que se consideraron engañados.
El
paso siguiente fue, para Suárez, organizar un simulacro de partido
propio, como fue UCD, que era en realidad una coalición de quince
grupos distintos –desde el Demócrata cristiano a Acción regional
extremeña- y que nunca llegó a ser un partido, pero que le sirvió
para ganar unas elecciones a las que acudía contando con el decisivo
apoyo de la maquinaria administrativa y gubernamental existente, que
no se había cambiado, y en especial con los gobernadores civiles,
además de tener el control de la televisión. Hasta Cuadernos
para el diálogo denunció lo que tenía
de fraudulento que Suárez se organizase unas elecciones desde el
gobierno de esta manera. Pese a lo cual estuvo muy lejos de alcanzar
la arrolladora victoria que esperaba. Al propio tiempo, un Torcuato
Fernández Miranda desengañado por su marginación, dimitía de la
presidencia de las cortes.
Se
había cumplido lo que pedía Mayalde en el balcón de la Plaza de
Oriente: el último ministro secretario del Movimiento había
organizado unas elecciones y las había ganado.
La izquierda: el PCE
El PCE había comenzado la travesía del
franquismo manteniendo los principios avanzados que defendía en la
época del Frente popular: régimen republicano, reforma agraria,
derecho de autodeterminación… Unos principios que se mantuvieron
fosilizados en sus programas, mientras se esperaba el momento
revolucionario de la llegada al poder.
Desde el viraje de la “Política de
reconciliación nacional” de 1956, sin embargo, los dirigentes del
exilio revisaron sus opciones inmediatas y apostaron por un tipo de
acciones a corto plazo que, incidiendo sobre un régimen que creían
mucho más débil de lo que era en realidad, podían provocar su
caída. Al margen de la retórica de los grandes pronunciamientos, lo
que se buscaba era fundamentalmente la agitación, como preparación
de la “huelga nacional” que había de acabar con el franquismo.
El resultado fueron desastres como los de la
Jornada de Reconciliación Nacional
de 1958 o la Huelga Nacional Política
de 1959, nacidas de los delirios de unos políticos tan alejados de
la realidad que creían que bastaba con pronunciar unas consignas
revolucionarias para conseguir una respuesta general. La fuerza que
salvó al PCE en esos años de desorientación fue el nacimiento y
desarrollo de Comisiones Obreras. Pero ni siquiera el contraste
entre la eficacia de Comisiones y los repetidos fracasos de las
movilizaciones organizadas por el partido sirvió para que los
dirigentes entendieran la necesidad de elaborar una política
adecuada a las realidades del país. Lo que hubo en los años
siguientes fue sobre todo un intento de revisar y mejorar la táctica
de acoso y derribo del franquismo.
No andaba mejor el PSOE, debilitado y dividido. El
caso es que, cuando llegaron los momentos en que había que tomar las
grandes decisiones, ni los unos ni los otros parecían tener una idea
clara de lo que había que hacer. Basta con seguir la historia de sus
fantasmagóricas asociaciones, comenzando por la Junta
democrática, fundada en junio de 1974,
en que Carrillo colaboraba con personajes tan poco democráticos como
Calvo Serer (a quien conquistó con afirmaciones como la de que el
Opus y el PCE tenían muchas cosas en común, que por lo menos
resulta reveladora de la forma en que concebía el partido, supongo
que asumiendo él personalmente el papel del padre Escrivá), el
notario García-Trevijano o el pretendiente Carlos Hugo (que entró
en el juego después de que su rival en la disputa de la corona, Juan
de Borbón, bien aconsejado, renunciase a incorporarse), y a la que
se habían unido una serie de grupos y colectivos informales y un
considerable número de personas que se asociaban individualmente,
sin voluntad de afiliarse a ningún partido en concreto.
Tan incoherente como esta era la Plataforma
de convergencia democrática dirigida
por Felipe González, quien se negó a sumarse a la Junta,
denunciándola como una alianza interclasista con una posición de
derechas y burguesa, y creó por esto, como alternativa, una alianza
supuestamente revolucionaria en que figuraban Ruiz Jiménez y el
Partido Nacionalista Vasco, y que ofrecía en su programa un estado
de estructura federal con reconocimiento del derecho de
autodeterminación de sus integrantes.
Finalmente las dos organizaciones decidieron unir
sus escasas fuerzas en marzo de 1976, en aquella Coordinación
democrática que era conocida
popularmente como la Platajunta,
a la que se sumarían más adelante entidades y personalidades
diversas para componer la Plataforma de
Organizaciones Democráticas.
La debilidad de esta oposición se pudo ver ante
su fracaso al oponerse al referéndum que había de aprobar la Ley
para la reforma política de Suárez. Fracasó el PCE con la huelga
general del 12 de noviembre de 1976, que se pretendía que fuese “la
mayor movilización de masas conocida en cuarenta años”
y fallaron todos juntos al pedir la abstención y encontrarse con que
hubo una participación en el referéndum de cerca de un 78 por
ciento del electorado y una aprobación del 94 por ciento.
Un Suárez en una posición de fuerza comenzó
ahora a negociar, no sólo con los organismos unitarios de la
oposición, a través de la llamada comisión de los nueve, sino
también bilateralmente con sus diversos miembros. En la nueva
situación creada por la perspectiva de unas elecciones, que en abril
de 1977 se anunció que se iban a celebrar en junio, Felipe González
se mostraba dispuesto a aceptar que se fuese a ellas manteniendo al
Partido comunista en la ilegalidad. Mientras que al PCE, cuya
ilegalidad le impedía beneficiarse del acceso a los medios que
implicaba la campaña electoral, el riesgo de marginación le llevó
a multiplicar los gestos de moderación y a prepararse para negociar
en circunstancias desfavorables.
Suárez mientras tanto conseguía que se aprobase
una ley electoral que favorecía a las provincias menos pobladas y
más conservadoras (en Soria les tocaba un diputado por cada 24.950
habitantes; en Barcelona, uno por cada 91.211), estableciendo un
sistema que sigue siendo hoy un impedimento para que las elecciones
representen realmente la voluntad de los españoles, pero que el PSOE
no ha tenido ningún inconveniente en mantener, porque favorece el
juego del bipartidismo (así, en las primeras elecciones, UCD y PSOE,
que sumaron poco más del 60% de los votos se repartieron el 80% de
los diputados). En abril se disolvió, desde un punto de vista
formal, el Movimiento, que había quedado vacío de contenido. El
paso siguiente era la legalización del PCE, que se produjo en semana
santa. En estas condiciones no tiene nada de extraño que Carrillo
hubiese de aceptar todo lo que Suárez quiso imponerle, como fue,
según Osorio, “que reconozca públicamente la monarquía, la
bandera roja y gualda y la unidad de España, las dos primeras cosas
aún no aceptadas explícitamente por el partido socialista,
colocándole a éste en una situación difícil” .
Conviene insistir es que estos pactos
fundamentales de la transición no se negociaron entre partidos, sino
entre un reducido número de dirigentes que actuaban sin consultar a
sus organizaciones ni contar con ellas. Fueron acuerdos establecidos
a título meramente personal, como reconocería Fernando Abril
Martorell al sostener que ”nuestra transición la protagonizaron
individuos y no partidos”
.
Pero
¿por qué, si el PCE era tan débil, le importaba a Suárez contar
con él? No lo necesitaba, por supuesto, de cara a su aliado
norteamericano, a quien debió parecerle que iba demasiado lejos,
como se puede deducir de lo que escribió Kissinger en el último
volumen de sus memorias, publicado en 1999, donde afirmaba que
“Franco había hecho preparativos muy sensatos para su sucesión,
restableciendo la monarquía e iniciando los primeros pasos de
procedimientos democráticos”, lo cual, aparte de ser una muestra
más del cinismo del personaje, significa que al gobierno
norteamericano de Gerald Ford no le hacía falta ninguna transición
que fuese más allá de Arias .
La suerte para Suárez, que hizo entonces un oportuno viaje a los
Estados Unidos, fue que en enero de 1977 comenzó la presidencia de
Carter, más dispuesto a asumir el proyecto de la transición
española.
A Suárez le convenía meter al PCE en el juego
porque había de ser una pieza fundamental para los problemas que
hasta ahora se habían dejado aparcados: los de una situación
económica desastrosa, que requería unos pactos sociales en los que
había que tener parte fundamental la que entonces era la única
sindical con auténtica fuerza, que era CC.OO., a la que el partido
comunista se encargó muy pronto de contener, para que no pusiera en
peligro sus negociaciones políticas .
Lo que fue, posiblemente, el mayor de sus errores en la transición:
el de haber aceptado el papel de apaciguador, a cambio de las míseras
concesiones personales que sus dirigentes iban a recibir, en lugar de
apoyarse en la fuerza de la calle para llevar más adelante el
cambio.
Fue precisamente en este nivel de negociaciones donde se produjo el
acuerdo en que el valor de la legalización del Partido comunista
demostró toda su utilidad: la firma, en octubre de 1977, de los
llamados genéricamente Pactos de la Moncloa, que suscribieron los
partidos, y no los sindicatos, aunque era a los militantes de estos a
quienes correspondía pagar el precio del compromiso. No resulta
difícil entender La indignación que produjeron en Comisiones
Obreras las concesiones hechas en un acuerdo en cuya negociación no
sólo no habían participado, sino que ni siquiera se les había
consultado.
Sánchez Terán aclara en su nuevo libro la
génesis de los pactos. La situación económica era grave y Fuentes
Quintana, con la ayuda de Manolo Lagares y de Luis Ángel Rojo,
redactó un “Programa de saneamiento y reforma económica” que
los ministros aprobaron. Una parte del gobierno pensaba que debía
ser llevado al parlamento y votado, pero Fuentes arguyó que no
bastaba con una mayoría, sino que se requería un consenso más
amplio que sólo podía obtenerse negociando con los diversos grupos
parlamentarios. Estos se reunieron y Sánchez-Terán dice que el
apoyo más importante lo dieron Carrillo y Tamames, que lo aprobaron
rotundamente. Quien discrepó fue Fraga, que dijo que la política
económica debía fijarla el gobierno, arrostrando después la
impopularidad de las medidas. Felipe González se mostró más
reticente. Pero en definitiva el programa se aprobó y entonces vino
el momento de redactar los Pactos de la Moncloa, que comprendían dos
acuerdos, el Económico, que fue aprobado casi por unanimidad en las
cortes, y el Político, que fue rechazado por Alianza Popular .
Se suelen hacer elogios encomiásticos de los
pactos que resaltan cuán importante fue para la recuperación de la
economía española la aceptación por parte del movimiento obrero de
una serie de renuncias, a cambio de las cuales sólo se le ofrecían
promesas que nunca se materializaron. Porque, como ha reconocido
recientemente uno de sus negociadores: “Es cierto que no se
llevaron a la práctica muchos de los acuerdos adoptados, entre otras
razones porque se dejó en las exclusivas manos del gobierno su
ejecución, sin crearse ningún órgano de control o seguimiento que
vigilase el cumplimiento de lo establecido”.
Yo recuerdo haber asistido en Barcelona a un discurso en que Carrillo
vino a decirnos que los pactos, recién firmados entonces, implicaban
grandes conquistas para la clase obrera –a cambio, claro está, de
aceptar la limitación salarial- y que abrían las perspectivas de un
futuro de transformación hacia la mítica “democracia económica y
social”. Pero ¿cómo podía ser así, si se les había olvidado
preocuparse del cumplimiento de las contrapartidas?
Rendidos desde arriba con armas y bagajes ¿qué
futuro se les podía ofrecer a los comunistas? Dos piezas de retórica
carrillista vinieron a definirlo. La primera fue Eurocomunismo
y estado, un bestseller de literatura
de política-ficción, donde se daba como seguro que en la Europa de
aquel tiempo las fuerzas socialistas podían acceder al gobierno “y
sucesivamente al poder” –insisto en este matiz- a través del
sufragio universal ,
lo que era una afirmación totalmente descabellada para quien tuviera
un conocimiento mínimo de las realidades de la guerra fría, a la
que le quedaban todavía muchos años de vida. El desarme ideológico
que había de permitir que el PCE se convirtiera en una fuerza
aceptable para participar en el gobierno, e iniciar así el camino
para acceder al poder e instaurar el socialismo desde arriba, iba a
culminar con el abandono del leninismo, en una decisión anunciada
personalmente por Carrillo en noviembre de 1977, durante su viaje a
los Estados Unidos.
Lo que se contaba con realizar, una vez el partido
se hubiese instalado en el poder, aparecía definido en el llamado
Manifiesto-programa de 1977, que pretendía recuperar “la
experiencia pluripartidista y democrática del Frente Popular” de
la Segunda República, que calificaba, con mucha imaginación y
escaso acierto histórico, como “un régimen democrático nuevo, ya
no capitalista, orientado hacia el socialismo”. De esta fantasía
histórica se pasaba a una utopía inverosímil, bautizada como
“Democracia económica y social”, con una república federal con
derecho de autodeterminación para Cataluña, Euskadi y Galicia, y
reconocimiento de situaciones específicas para Navarra, Valencia,
Baleares y Canarias; con “planificación democrática de la
economía”, “transformación democrática de la agricultura”,
si es que eso quiere decir algo, y la promesa de toda suerte de
derechos y prestaciones para los ciudadanos, aderezadas con muestras
de tolerancia tan poco habituales en un programa socialista como la
de ofrecer enseñanza religiosa a las familias que la deseasen.
El primer problema con que nos encontramos es que
este no era un programa político posible en la Europa de 1977 y,
menos aun, en la España de 1977, en que el PSOE, mucho más
razonablemente, se había olvidado de los planteamientos radicales de
la Plataforma
para acomodarse al papel de izquierda moderada de la monarquía, en
una jugada que iba destinada a asegurarse una supremacía en el campo
de las fuerzas de izquierda que nadie hubiese creído posible ante la
fuerza real que en 1975 tenían el PCE y Comisiones Obreras.
Culminando el engaño unitario en que Carrillo se había dejado
atrapar, el PSOE se negó ahora a aceptar la unidad sindical y
comenzó el proceso destinado a erosionar y marginar a Comisiones.
En
el PC se pudo ver entonces que entre la práctica cotidiana del
politiqueo y la utopía del Manifiesto-programa no había nada.
Había, en todo caso, una dirección que en el día a día renegaba
de casi todo lo que había sostenido en sus programas a lo largo del
franquismo, defraudando con ello a quienes se habían jugado la
libertad y hasta la vida en una lucha que creían que iba a tener
objetivos más ambiciosos que los de asegurar unos pocos escaños de
diputado a sus dirigentes.
Cuando las elecciones se obstinaron en seguirle
negando al PCE el acceso al gobierno, y demostraron cuán ilusoria
era su aspiración de llegar por esta vía “al poder”, sus
militantes se encontraron con un panorama incierto, equipados con un
proyecto utópico que no servía para nada, sin un programa realista,
fundado en el análisis de los problemas reales del país, que
definiese el papel que podían desempeñar en el futuro.
Examinadas las cosas desde este punto de vista, no
hay duda de que, de los tres participantes en el juego, fueron la
monarquía y los herederos del franquismo los ganadores iniciales de
la transición. Las bases del poder social del franquismo siguen
todavía incólumes, como lo demuestran los millones de votos que
obtiene el Partido Popular, que cuenta, como el viejo franquismo, con
el respaldo incondicional de una Iglesia cuya jerarquía sigue en
posiciones reaccionarias que nada tienen que envidiar a las de los
obispos beligerantes de la guerra civil. El PSOE, que aceptó el
papel de izquierda monárquica moderada, se acomodó sin demasiadas
dificultades al juego del bipartidismo útil, renunciando a sus
tradiciones de lucha social. El PCE, que vendió su herencia por una
magra participación en el juego parlamentario, se suicidó.
Los grandes perdedores fueron, sin embargo,
quienes lucharon durante los años del franquismo no sólo por
recuperar las libertades democráticas, que eso sí lo consiguieron,
sino también por transformar la sociedad, siguiendo en la dinámica
iniciada en 1931 e interrumpida en 1939. Su larga lucha contra el
franquismo fue la fuerza que obligó a cambiar las cosas, pero no se
les tuvo en cuenta a la hora de firmar pactos. Tal vez conviniera,
para salir del desencanto político en que la sociedad española en
su conjunto está instalada, comenzar a recuperar algo de lo mucho a
que se renunció de 1976 a 1978, comenzando por la tarea de
reinventar una izquierda que hoy no existe.
Josep Fontana