La Iglesia española, pesadilla permanente.
Hay quienes piensan que un criminal de guerra como Queipo no debería estar enterrado en la basílica de La Macarena o que la propia imagen de la virgen, cuando llega la semana santa, no debería salir con el “fajín de honor” regalo del militar golpista. Otros creen que los procesos de beatificación, reabiertos por la Iglesia española ante el cambio que supuso la llegada al papado del ultrarreaccionario Woytila, resultan excesivos e impropios de nuestro tiempo. Me refiero, entre otros, a procesos como el de 2007 en Roma y el que tuvo lugar hace días en Tarragona, con 498 y 522 beatificados respectivamente.
Sin embargo, otros pensamos que Queipo está donde debe estar, en lugar principal y celebrado por los suyos, y que se hizo mal en ocultar hace unos años bajo el manto de “Hermano Mayor Honorífico” las referencias que en la lápida había a la fecha del golpe militar y al cargo que usurpó. ¿Hay alguna razón para que la misma hermandad que entregó la corona de oro de la virgen para financiar el golpe no utilizara ahora el fajín de Queipo? Lo lógico es que lo lleve. Como si quieren ponerle alguno de los regalos que le hizo otro sujeto clave en la represión: el auditor de la Segunda Región Francisco Bohórquez, hermano mayor durante años y cuyos restos también reposan en la basílica. Las firmas de Queipo y Bohórquez son las últimas que aparecen en los miles de expedientes y sumarios de la gran farsa seudojudicial con que los sublevados destrozaron la vida a miles de personas. Queipo y Bohórquez, unidos en la vida y en la muerte, en la propia y… en la ajena. En realidad Queipo, aparte de por su esposa, enterrada a su lado, debería tener al otro lado a Bohórquez. La historia de la basílica, un pastiche típico del franquismo, levantada de espaldas al barrio que masacraron y sobre un popular bar obrero, está íntimamente unida a esos dos individuos. ¿Por qué no habrían de estar allí enterrados? Como si quieren poner en la entrada uno de los cañones que bombardearon el barrio en el 36…
¿Y qué decir de las beatificaciones? ¿Extrañan a alguien? Sabemos hace ya muchos años con todo detalle la identidad y el número de víctimas que tuvo la Iglesia. Sin embargo, durante la dictadura, en los papados de Juan XXIII y Pablo VI, se consideró oportuno frenar la posible oleada de beatificaciones. En esta decisión debió contar el sentido común y la sensibilidad de algunos. ¿Quién mejor que la propia Iglesia, y sin duda el Vaticano, sabía que, además de víctima, había sido verdugo? La Iglesia fue pieza clave en la represión, parte del núcleo duro del fascismo español y componente esencial del andamiaje ideológico de la dictadura. ¿Por qué habían de interesarle los vencidos y sus víctimas? Para ellos solo contaban los morbosos martirologios que dedicaron a los suyos, todos los cuales murieron entre horribles torturas, gritando “¡Viva Cristo Rey!” y perdonando a sus asesinos. Los suyos no eran vulgares víctimas como las de los rojos sino “mártires de la fe” y naturalmente no podían morir como los rojos. Estos eran fusilados, mientras que ellos eran vilmente asesinados. Sin embargo, lo único de lo que sí fueron testigos como confesores, las palabras de las personas asesinadas por los suyos, lo olvidaron. De eso no dieron testimonio.
Algunos mantienen que la Iglesia debe pedir perdón, sin pensar que nadie pide perdón por hechos que considera entre los más gloriosos de su historia. ¿Se imagina alguien al jesuita Martínez Camino y al cardenal Rouco pidiendo perdón por no haber obrado en aquellas circunstancias conforme a la religión que supuestamente representan y al mensaje evangélico? ¿Qué se puede esperar de una institución que no solo no levantó la voz sino que, de pleno acuerdo con los golpistas, colaboró de diversas maneras en el exterminio de miles de hombres y mujeres? ¿Qué tendrá que ver una estructura de poder al servicio permanente de la reacción con una religión que tiene por lema el amor al prójimo?.
Para una entidad con más de dos mil años de existencia el tiempo siempre juega a favor. En los años sesenta y setenta tuvieron que aplacar sus ansias beatificadoras, pero en los ochenta todo cambió. Había llegado el momento. Y desde entonces para acá los vientos políticos del mundo occidental no han hecho más que empujarnos hacia la derecha, con la Iglesia católica en vanguardia. Por su parte la Iglesia española, desde los tiempos gatopardescos de Tarancón hasta los de Suquía y Rouco no ha hecho más que superarse a sí misma. Y mientras más se le aleja el rebaño, peor. “Hay que reevangelizar España”, dijo Ratzinger hace unos años. Al pobre le habían informado de que España estaba volviendo a los años treinta. No me cabe duda de que si pudieran volverían a las “misiones” de los años cuarenta y cincuenta. La dosis de clericalismo que estoicamente soportamos les debe parecer poca. Pero ellos solo ven el anticlericalismo, que confunden con cualquier crítica que se haga al intrusismo permanente de la cúpula episcopal en la vida española. La Iglesia es la institución que nos hace más presente que el franquismo sigue ahí, como el dinosaurio de Monterroso.
Ante esta interminable deriva y dado el panorama nacional, solo queda esperar que escampe y llegue la calma. Y que sigan en la misma onda: que Queipo repose en la basílica, que la virgen lleve su fajín, que sigan beatificando a los “mártires de la cruzada” y, sobre todo, que sigan sin darle la más mínima importancia a que lo hacen con el dinero de todos, incluidos los agnósticos, los ateos y los anticlericales. Que se alegren de contar con esa derecha que, como ellos, nunca ha roto amarras con el franquismo y que den las gracias al PSOE que, cuando ocupó el poder, les mantuvo y aumentó el dineral que se les regala anualmente. Y que sigan disfrutando, como si fuera suyo, del inmenso patrimonio artístico y monumental que poseen, por más que, de nuevo, sea el dinero de todos el que lo mantiene.
Solo cuando la sociedad tome conciencia de lo que supuso el golpe militar del 36, lo cual queda lejos después de las décadas de propaganda franquista y de las políticas de olvido puestas en práctica desde la transición, será posible afrontar ese pasado. En ese caso hipotético, de forma natural y por puro sentido común, la hermandad sacaría de allí a Queipo y a Bohórquez, el fajín sería entregado a la familia y la Iglesia pediría perdón por todo el daño hecho al país a lo largo del siglo XX y organizaría misas en memoria de las víctimas del fascismo. Sería el momento oportuno para que la Conferencia Episcopal se autodisolviera humildemente. Pero como, por ahora, tales cosas no parece que vayan a ocurrir, nuestra única esperanza es que, por pura dignidad y decencia democrática, la sociedad se vaya alejando de ellos y pasando de todo lo que representan. Una cosa es segura: mientras no monten otra cruzada podremos hacerlo.
Francisco Espinosa Maestre
Historiador
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