Arturo
Barea nació en Badajoz el 20 de septiembre de 1897
Lápida de la tumba de Arturo Barea, en
Heaton Hastings.
Será
porque a cierta edad el pasado nos reencuentra (¿o somos nosotros
quienes nos reencontramos con el pasado?). Será porque mi padre
trabajó en los años 50 para el servicio español de la BBC,
buscándose la vida fuera de la España negra de entonces, como
tantos otros. Será porque hoy trabajo en Eaton Square 102, antigua
sede del Instituto de España y hoy Instituto Cervantes de Londres.
Será porque el majestuoso edificio de Belgravia rezuma solera por
los cuatro costados y alberga su fantasma, como manda la tradición.
Será porque, además de todo lo anterior, la memoria de ilustres
españoles exiliados en Londres después de la guerra civil ha
resucitado recientemente de la mano de escritores, historiadores y
académicos, quizá porque tocaba, porque el ritmo natural de la
historia lo requería, porque las sombras que habitan a nuestro
alrededor no se desvanecen con facilidad, bien al contrario reclaman
nuestra atención, nos llaman con discreta insistencia desde la
distancia de medio siglo exigiendo explicaciones, buscando nuestra
compañía y nuestra voz, tal vez para encontrar la serenidad que no
hallaron en vida y al fin descansar en paz. Y así dialogan con
nosotros en silencio, siempre que sepamos escucharles, y se presentan
de improviso donde menos lo esperábamos, en un parque, en una
escalera, en un libro, retratados o imaginados, tangibles y
evanescentes, muertos y sin embargo vivos, dejando a su paso rastros,
susurros, interrogantes.
Por
todo ello tal vez no sea casualidad que hace escasamente dos años un
grupo de escritores e hispanistas, abanderados por William Chislett,
periodista y escritor británico, tomara la iniciativa de restaurar
la deteriorada lápida de Arturo Barea en Heaton Hastings, a
las afueras de Faringdon (condado de Oxfordshire). El homenaje al
escritor reunió a destacados nombres de la literatura, como Antonio
Muñoz Molina, Javier Marías y Elvira Lindo, además de los
historiadores Charles Powell, Santos Juliá, Paul Preston y Gabriel
Jackson. Arturo Barea, nacido en Badajoz en 1897, conocido por
su trilogía La forja de un rebelde, novela de carácter
autobiográfico publicada por primera vez en inglés entre 1941 y
1946, se exilió en Londres después de la guerra civil y trabajó
durante 17 años para la sección latinoamericana de la BBC dando
charlas sobre temas de política y literatura. Sé que mi padre,
Felipe Lorda Alaiz, coincidió con él, como con otros tantos
españoles que colaboraban por aquel entonces con la BBC, aunque, que
yo recuerde, nunca me refirió ninguna anécdota concreta
sobre Barea. Hoy le
pregunto a mi madre si guarda algún recuerdo de él: “No
mucho, sólo que era un señor amable, ya bastante mayor, con un
pasado difícil que supo transmitir en su precioso libro, La forja de
un rebelde, y un futuro incierto. Pero estaba tranquilo, pese a su
temor por el porvenir de España”. De la vida de Barea en
Inglaterra y de su trabajo en la BBC nos da amplia noticia Luis
Monferrer Catalán en su libro Odisea en Albión, que desgrana las
vicisitudes de dos generaciones de exiliados y emigrados españoles
en Gran Bretaña. La vida de Barea en Londres, junto a su
compañera la periodista austriaca Ilse Kulcsar, fue más o menos
feliz. Logró integrarse plenamente en un país cuya cultura
admiraba, obtuvo la nacionalidad británica, fue reconocido por su
labor en la BBC y pudo culminar su obra literaria. Nunca alcanzó la
fama que mereció aunque, según señala Chislett en su artículo En
busca de la tumba de Arturo Barea, sí se convirtió en un escritor
bastante conocido en los últimos años de su vida, elogiado incluso
por George Orwell.
No
fue hasta 1978, cuarenta y un años después de su muerte, que salió
a la luz en España La forja de un rebelde, un retrato individual y
colectivo de la España de la primera mitad del siglo XX. Para los
aficionados a la literatura que vivimos la transición democrática
fue un libro de obligada lectura, tanto por su valor literario como
por la curiosidad natural que suscitaban por aquel entonces las obras
censuradas por la dictadura. Han pasado más de treinta años desde
entonces. ¿Qué hace que, después de tres décadas, un grupo de
personas se reúna en torno a la lápida de Barea y le rinda homenaje
en un cementerio de Oxfordshire? La sombra del tiempo es alargada,
cabría decir, parafraseando a Delibes.
Entre
estas personas estaba, como he indicado anteriormente, el escritor
Antonio Muñoz Molina. Él mismo señala en un artículo (Una lápida
para Arturo Barea) que fue precisamente su amigo Chislett, el
descubridor de la lápida, quien le “puso sobre la pista de la
nueva vida que tuvo Arturo Barea en su exilio inglés, después de la
calamidad de la guerra española y de los meses de hambre, miedo y
desarraigo en París”. Da la casualidad, de nuevo, que Muñoz
Molina acababa de publicar hacía muy poco La noche de los tiempos
(2009), una obra magnífica que posee la grandeza de las novelas
decimonónicas en su habilidad de recreación detallada de un
universo urbano y de introspección psicológica de los personajes.
En sus páginas revivimos, con la fuerza plástica de una película,
el ambiente de preguerra de Madrid y seguimos los avatares del
protagonista, el arquitecto Ignacio Abel, el drama de su vida
personal y de la España que se quiebra agónicamente. El drama del
exilio. Mientras leía la novela, me vinieron vagamente a la memoria
retazos de la vida de Arturo Barea, y mi intuición se vio confirmada
cuando leí unas declaraciones del propio autor (recogidas por Jesús
Ruiz Mantilla en El País) en que comentaba que su protagonista
estaba inspirado en Barea y en otros exiliados de la época.
“Personas divididas por dentro como Salinas, Moreno Villa, Chaves
Nogales o Barea. Los cuatro se negaron a dejarse arrastrar por el
sectarismo o apartar los ojos de lo que estaba ocurriendo o a
justificar ningún crimen. Los cuatro se marcharon de España y no
volvieron nunca”.
Sí,
larga es la sombre del tiempo, capaz de traspasar las tapias de un
cementerio, de reunir alrededor de una lápida a personas que
recuerdan y que, a su vez, resucitan con su voz y su escritura a
aquellos que la historia relegó al olvido.
Isabel-Clara
Lorda Vidal es filóloga y traductora literaria. Ha traducido a
destacados escritores neerlandeses, como Harry Mulisch y Cees
Nooteboom. Ha sido directora del Instituto Cervantes de Utrecht y en
los últimos años del Instituto de Londres.
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