lunes, 18 de julio de 2011

El porqué y para qué de la represión.



Los insurrectos articularon un remedo de legalidad a través de los consejos de guerra, que dictaban penas de muerte masivas y en breves horas y cuyo resultado aún sigue impune. Nunca faltó a los sublevados una ley que calzase la realidad a su medida. Una maquinaria paralela de fusilamientos sin formación de causa se extendería por los territorios dominados en su totalidad. Castilla-León, Galicia, La Rioja, Islas Canarias y Navarra, donde sólo había existido conatos de guerra, fueron cubiertas con el manto de sangre de aquellos que habían roto la estructura tradicional de poder. Jornaleros y obreros, y también médicos, abogados, profesores y periodistas que se habían posicionado a favor del cambio republicano, entraron en las listas de cárcel o muerte, coacciones o expolios.

La contabilidad de los fusilados, de los ejecutados por garrote vil, de los encarcelados durante décadas y de los que enfermaron, murieron o enloquecieron por carencias incontables o por las torturas, sumarían mucho más. Junto al sometimiento violento, con o sin paraguas judicial, se desarrolló una inmensa arbitrariedad al servicio de los golpistas y sus adeptos. Se trataba no sólo de castigar a aquellos que, por acción u omisión, no se habían sumado al golpe. La estrategia partía de crear un clima de terror no porque los enemigos hubiesen actuado, sino para que no lo hicieran.

El informe que el historiador Francisco Espinosa elaboró para el Juzgado Central de Instrucción nº 5, que encabezaba el juez Baltasar Garzón, tiene hoy plena vigencia. La represión franquista, según su cálculo, se sitúa en 130.000 víctimas –que Amnistía Internacional recorta a la nada desdeñable cifra de 114.000– entre 1936 y 1951. En este terreno, la labor de las asociaciones de memoria histórica –tanto las de dimensión estatal, como la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) o la Federación de Foros por la Memoria, como las regionales y las incontables locales– ha sido inmensa y crucial en la investigación de los asesinados que salpican de fosas el territorio español.

Los colectivos de ciudadanos que han cargado dicha tarea sobre sí están integrados por familiares, pero también por profesionales diversos que se han unido a una ciudadanía en lucha por la memoria. Ellos han aportado los datos que conforman el Mapa de Fosas (www.memoriahistorica.gob.es) que el Gobierno ha presentado públicamente el pasado 5 de mayo. A día de hoy, con todas sus limitaciones, constituye un punto de partida para explicar la violencia desatada por el Ejército franquista en su voluntad de tomar el poder.

Los logros actuales en la localización y exhumación esconden el boicot de la mayoría de las autoridades del PP a todo el proceso de la memoria histórica. Las reacción de diversos dirigentes de dicho partido ha sido especialmente clarificadora, al denunciar que la ley “divide a los españoles”. Una falacia que no puede esconder la realidad numérica y política que subyace en miles de condenados por consejos de guerra, asesinados tirados en las cunetas y fosas, ocultados durante el franquismo y mantenidos bajo sordina en la democracia.

La Iglesia Católica amparó una inmensa rueda de Santa Catalina para los adversarios de la sublevación y del régimen. La actitud hostil de la Iglesia, desde la primera hora de la República, aún permanece velada. El catolicismo asociado al poder creó fórmulas curiosas que disfrazaron la dureza del régimen con sus enemigos.

La represión se desarrollaba bajo distintas modalidades. El Patronato de Redención de Penas por el Trabajo legalizaba la utilización de presos políticos para labores públicas y privadas, de empresarios adeptos. La Ley de Responsabilidades Políticas, de 9 de febrero de 1939, cubrió bajo un manto jurídico la voluntad de expoliar al vencido, empobreciendo todo su entorno familiar. Al crear círculos concéntricos de aislamiento sobre los que habían sido señalados como enemigos, una masa de la población fue segregada, descabalgada de una supervivencia digna y de toda posibilidad de ascenso social.

La difamación era la otra cara del silencio impuesto. Se denigraba de palabra u obra a todos aquellos que no se habían sumado a la ruptura de la legalidad. Los insurrectos afirmaban, con la boca llena, que en España no había presos políticos sino delincuentes políticos. Si eso se hacía con los hombres, qué no se diría sobre las mujeres. Las insidias las colocaban en el terreno de la prostitución e, incluso, se las empujaba a ello a través de la miseria. La palabra se quería convertir en hechos. Cuántos hijos póstumos de aquellos que fueron fusilados no pudieron ser inscritos como hijos legítimos. El dominio de la fuerza acompañada por el sometimiento de las conciencias. Si se logra callar a la víctima, el delito queda impune jurídica y socialmente.

Cuando ya gran parte de España ardía con las armas y los calores del verano, los conspiradores esbozaban el nuevo Estado con la aplicación de una estrategia totalitaria. Existía un proyecto de largo alcance destinado a desactivar definitivamente la transformación que había iniciado la República, con el aplastamiento de los que no apoyaban, primero el golpe y, más adelante, el régimen consolidado.

El recurso fácil a la equiparación en la violencia represiva desarrollada por los contendientes en la Guerra Civil se ha convertido en un automatismo desde la Transición. La igualación en la balanza de las víctimas corresponde al blanqueamiento que envuelve al franquismo y no a un análisis histórico.

MIRTA NÚÑEZ DÍAZ-BALART.

Profesora Titular de Historia contemporánea. U. Complutense.

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