La Sala de lo Militar del Tribunal Supremo comunicó el mes pasado el auto por el que se niega a revisar la sentencia del Consejo de Guerra que condenó a muerte al poeta Miguel Hernández, por el delito de adhesión a la rebelión. Sostienen que la sentencia ha perdido vigencia jurídica. Se frustran así las expectativas que había abierto la Ley de Memoria Histórica sobre la anulación de las sentencias de los tribunales de la represión franquista y de reparación de sus víctimas. Lo primero que sorprende es que la revisión de las resoluciones de los consejos de guerra sea competencia de una sala militar, una excepción heredada de la Transición, hoy inexplicable. Es la misma sala que ha venido denegando sistemáticamente la revisión de las condenas a muerte pronunciadas por aquellos infratribunales, con base en una falsa seguridad jurídica.
La familia del poeta esgrimió dos argumentos. El primero, que Miguel Hernández era inocente, como demostrarían las notas de recomendación de cuatro justos, amigos del escritor, que se atrevieron a testimoniar que era persona buena y honrada. Es una estrategia equivocada, en la que incurre también la Sala del Supremo al señalar que la sentencia tenía un “manifiesto sesgo político e ideológico”. Al mirar de frente al horror no se le puede reconocer racionalidad jurídica alguna. Miguel Hernández era culpable de haber defendido la legalidad democrática, con la palabra, la poesía y la propaganda, frente a los criminales que se habían alzado e impuesto un orden de terror. Claro que no se había rebelado. Ni él ni tantos que fueron condenados; ni tampoco las decenas de miles de personas, hombres y mujeres, asesinadas en aplicación del bando de guerra, ejecuciones extrajudiciales de las que el Estado todavía no ha dado cuenta; véase el vergonzoso caso de las 17 Rosas de Guillena, mujeres de entre 20 y 70 años fusiladas en octubre del 36, que siguen aguardando en una fosa común de Gerena (Sevilla), ahora localizada, una subvención económica para que sus familiares puedan identificar y recoger sus restos.
Lo esencial es que aquellos consejos de guerra no eran tribunales ni sus sentencias actos de justicia, sino piquetes de verdugos y hechos de barbarie. Como dijo el Tribunal de Núremberg en la causa contra los juristas nazis, “el puñal del asesino se ocultaba bajo la toga del juez”.
También alegaron los familiares del poeta que la Ley de Memoria Histórica planteaba un hecho nuevo, al declarar la injusticia de las sentencias que dictaron los ilegítimos tribunales de la represión. Este motivo no ha sido analizado por la Sala Militar. Y parecía concluyente. Sostener que aquella sentencia carece de vigencia jurídica, como dice la exposición de motivos de la ley, es una constatación simple. El auto debió explicar qué alcance tiene la categoría vigencia, aplicada a la resolución radicalmente injusta de un tribunal ilegítimo, para impedir su anulación. La sentencia debió perder toda vigencia cuando el poeta murió en la soledad y la miseria del penal, hace ahora 69 años a causa, no lo olvidemos, de las condiciones infrahumanas del encierro que el Estado fascista impuso a los presos políticos. Hambre, frío y enfermedades, esa era la dieta para los que no fueron asesinados por las balas del pelotón de ejecución. La vigencia se refiere a la eficacia de un acto en el tiempo y en el espacio. La nulidad es la única manera de hacer justicia al condenado, expulsando la sentencia y estableciendo que nunca debió pronunciarse, como primera forma de reparación de un daño inconmensurable.
La seguridad jurídica vuelve a mencionarse a propósito de las resoluciones de los tribunales de excepción. En la sentencia que denegó la revisión del caso Grimau, fusilado en 1963, la Sala Militar dijo que “había que garantizar la seguridad jurídica que la sociedad requiere” y concluyó que “la Autoridad militar judicial, legítima a todos los efectos, la aprobó (la sentencia de muerte) por considerarla ajustada a la ley, quedando firme”. Firme sigue y sin reparar el crimen. Valga recordar que la pretensión de mantenimiento de las sentencias del terror es antijurídica, no sólo porque ahora lo diga la ley, sino porque no hay interés que tutelar salvo el honor de las instituciones de la dictadura, un Estado ilegal según el derecho internacional. Nada pinta la seguridad para analizar dicha cuestión, que es de estricta (in)justicia.
Con todo, hay que advertir que si la sentencia sólo perdió la vigencia, es porque mantiene el estatuto de acto del derecho. El problema de fondo es el de una cultura jurídico política que sigue creyendo que la Transición se hizo de la ley a la ley, como alegó el Tribunal Supremo para no tramitar la recusación contra los magistrados que juraron lealtad a la dictadura; una cultura que se resiste a admitir que la instauración de un Estado de derecho ha de representar necesariamente un corte profundo con el orden precedente del Estado policial, como reclama una verdadera cultura de la legalidad democrática.
Habrá de esperarse al pronunciamiento del Tribunal Constitucional o del Tribunal Europeo de Derechos Humanos; si no se estimaran las pretensiones de las víctimas, la decencia pública requerirá de una ley, como en Alemania respecto a los tribunales nazis, que anule las sentencias del horror. El daño causado por la condena a muerte del poeta Miguel Hernández sigue sin reconocimiento ni reparación. La presencia de aquellas sentencias infames compromete nuestro presente. Porque no son sentencias, sino crímenes de Estado.
Ramón Sáez es magistrado de la Audiencia Nacional.
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