sábado, 23 de julio de 2011

Manuel Azaña en el diccionario de la Real Academia de la Historia.

Sin entrar en el sesgo ideológico que impregna el texto dedicado a Manuel Azaña (presidente del Gobierno desde octubre de 1931 hasta septiembre de 1933 y presidente de la República desde mayo de 1936 hasta febrero de 1939) en el Diccionario biográfico español publicado por la Real Academia de Historia, resulta llamativa la multitud de errores de hecho en los que incurre su autor, el historiador y académico Carlos Seco Serrano. Para empezar: Azaña no cursó sus “estudios iniciales” en El Escorial, sino en Alcalá; y no en un colegio de agustinos (en realidad: un Real Colegio de Estudios Superiores), sino en uno privado, no religioso. No fue “funcionario [del] negociado de últimas voluntades”, sino letrado de la Dirección General de los Registros y del Notariado, a cargo en 1926 de la jefatura de la Sección 3ª, de Registro Civil, y de la Sección 4ª, de Registros especiales, que entendían de Naturalizaciones, Cambio, adición o modificación de nombres o apellidos, Expedientes relativos a la Ley de Matrimonio civil, Registro de Actos de última voluntad, Registro de Hipotecas legales, Registro de Sociedades Anónimas, Publicaciones de la Dirección General y Memorias de los Registradores de la Propiedad.

Más aún. Manuel Azaña no se presentó a diputado en 1913 (un año, por cierto, en el que no se celebraron elecciones) y 1918, como afirma el diccionario, sino en 1918 y 1923, que no es lo mismo. Miguel de Unamuno no viajó con Azaña y con otros intelectuales en 1916 al frente de batalla francés, como cree Seco; lo hizo en septiembre de 1917 al frente italiano. La revista España nunca fue un diario sino un semanario: Semanario de la Vida Nacional, subtítulo de todos sus números, desde 1915 a 1924. Margarita Xirgu no estrenó La Corona en 1930, sino en diciembre de 1931, o sea, cuando su autor era presidente del Consejo de Ministros. Desde el ministerio de la Guerra, Azaña nunca procedió a una “importante depuración del Ejército”, sino que en más de una ocasión manifestó su contrariedad por los procedimientos abiertos a varios generales por la Comisión de Responsabilidades de las Cortes. Su célebre “ley de Retiros” disponía que los generales, jefes y oficiales que lo desearan podían solicitar su pase a la reserva, percibiendo toda su paga.

Y todavía más. La “intentona” del general Sanjurjo de agosto de 1932 no se dirigió contra “la versión jacobina del régimen”; fue una rebelión militar contra un gobierno de la República que disponía del apoyo de la mayoría parlamentaria. El partido de Azaña no resultó “engrosado con elementos procedentes de la ORGA”, sino que la ORGA en su totalidad se disolvió para fundirse con Acción Republicana y dar origen en 1934, con la incorporación de un sector del partido radical-socialista, a un nuevo partido, Izquierda Republicana. La carta firmada por Manuel Azaña, con Santiago Casares y Marcelino Domingo, para entregarla a Diego Martínez Barrio en los primeros días de noviembre de 1933 estaba bien lejos de dar “por no celebradas” las recientes elecciones. Negrín no presidió un gobierno “prácticamente dictatorial” sino que fue designado en debida forma por el presidente de la República, con el apoyo de los partidos republicanos, del socialista y del comunista. Y para terminar: mal pudo Manuel Azaña establecer una relación de “amistad” con un denominado obispo de Tarbes, que lo era en verdad de Montauban y que lo visitó durante un rato a finales de octubre de 1940, cuando había sufrido ya varios infartos cerebrales, deliraba y estaba a las puertas de la muerte.

Por si fuera poco, los errores de esta entrada alcanzan también a su viuda, Dolores de Rivas Cherif, de quien el diccionario afirma que murió “muchos años después en Buenos Aires”, una ciudad situada a miles de kilómetros de distancia de México, donde falleció en verdad doña Lola, no “muchos años después”, sino en 1993, lugar y fecha que hoy se puede documentar sin salir de casa: basta con escribir en google el nombre de la señora.

No pretendo entrar aquí en un debate en torno a si fue el resentimiento, como dice el diccionario, o el rencor y la perfidia, o la perfidia del rencoroso, como fue fama durante cuatro décadas, lo que guió la política de Azaña. No se trata de eso, sino de algo más elemental: un historiador que comete tal cantidad de errores factuales en una sola entrada no está calificado para escribir en un diccionario, del que únicamente puede y debe exigirse absoluta precisión en los hechos documentados. Y un diccionario que acoge una entrada con tantos errores como la dedicada al segundo presidente de la República española debe ser retirado de la circulación y sometido a una profunda revisión.

Y no se diga que cada entrada es responsabilidad de su autor, que hay que respetar la libertad de cátedra y de pensamiento, que la Academia no censura y otras excusas por el estilo. Este no es un diccionario cualquiera; es el diccionario de la Real Academia de la Historia, una institución pública que pretende hablar con autoridad sobre miles de españoles ilustres. El respeto debido a la institución, a los biografiados y a los profesionales solventes y documentados que han colaborado en la edición de este diccionario, es lo que está exigiendo a voces una revisión que, como es norma en el mundo académico, tiene que ser realizada por evaluadores externos a la misma institución.

Santos Juliá, es catedrático del Departamento de Historia social y del pensamiento político en la Universidad Nacional de Educación a Distancia.




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